Propaganda mediática. La propaganda oscura y la fábrica de las opiniones
de base
de Jean-Léon Beauvois,
autor del Tratado de la
servidumbre liberal,
La «fábrica» de la
opinión a través de las propagandas mediáticas es una historia tan vieja
como el mundo. Son muchos quienes pueden sostener argumentos, o incluso
cifras, para demostrar cómo se modelan determinadas opiniones de los
ciudadanos, sobre todo mediante la desinformación o mal-información. Sin
embargo, se han estudiado poco los procesos de influencia inconsciente
que desencadenan los medios de comunicación para «fabricar» un núcleo de
opiniones de base, muy a menudo no argumentadas. Sólo el pluralismo de
opiniones en los medios puede evitar los sesgos creados por estos
procesos
[1].
La idea de que la
opinión de los ciudadanos puede fabricarse no es nueva. Desde principios
del siglo XX el presidente Wilson, presidente de los Estados Unidos,
recurrió a un grupo de publicistas, el comité Creel, para
«fabricar» una opinión entre la población estadounidense: la opinión a
favor de la entrada de los Estados Unidos en la I Guerra Mundial (los
estadounidenses estaban en contra de la intervención americana). George
Creel narrará la acción de este comité en un conocido libro publicado en
1920 (How we advertised america, lo que puedo traducir
conceptualmente por Cómo cambiamos la opinión de América gracias a la
publicidad). Y fue un miembro de este comité Creel, el politólogo
Walter Lippman, quien elaborará una de las ideas esenciales de una
teoría de la propaganda moderna que va a alejarse de los antiguos
modelos de predicación y adoctrinamiento. Para Lippman (el libro que
aquí evoco data de 1922), el ciudadano americano ya no forja sus
opiniones en su entorno interpersonal, en sus grupos de proximidad (como
la familia, el barrio, las relaciones de trabajo). Está aislado en una
burbuja urbana que le conduce a tomar sus opiniones, saberes,
informaciones... de esas fuentes distantes y no interactivas que son los
medios de comunicación. Y estos cumplen perfectamente con esta función
al proporcionar al ciudadano lo que Lippman llama, en ese mismo libro de
1922, un «pseudo-entorno». Es mediante la creación de ese pseudo-entorno
cognitivo como los medios van a influir a partir de entonces sobre la
opinión pública y lo harán conduciendo a los ciudadanos a aceptar las
grandes directrices y políticas que se les proponga. Por otra parte, es
el mismo Lippman quien también definirá más tarde la propaganda con una
expresión que pasará a la posteridad, ya que Chomsky y Herman la
retomarán en el título de su magnífico libro sobre la propaganda de
1988: Manufacturing consent, en inglés, «fabricar
consentimiento». La edición en castellano optará por Los guardianes
de la libertad y la francesa por La fabrique de l’opinion
publique, expresión prácticamente idéntica a la de Halimi y Vidal:
L’opinion, ça se travaille (2002).
¿Cómo se trabaja
la opinión? Monopolio de la argumentación y desinformación
No será aquí
exhaustivo. Existen muchas formas de trabajar la opinión y de crear un
«pseudo-entorno cognitivo» de los ciudadanos. Algunas son perfectamente
democráticas; otras, perfectamente antidemocráticas. Evitaré evocar las
mistificaciones, engaños y trucajes que resultan sencillamente
inmorales. Los medios pueden multiplicar el alcance que éstos tienen
sobre la opinión, pero en general no los engendran ellos mismos (tomemos
por ejemplo el derribo de la estatua de Saddam Hussein en la plaza
Fardous: un trucaje de las psyops con efectos multiplicados por
los medios).
¡Me encantaría decir
que entre las formas democráticas de trabajar la opinión está la
persuasión por argumentación y contraargumentación! Todos los
teóricos de la democracia hacen del debate público el motor por
excelencia de los cambios de opinión que conducen a la renovación de las
políticas. Los griegos, que formaban a sus ciudadanos en la
argumentación mediante ese estudio del arte del discurso que es la
retórica, ya consideraban al debate como el método democrático por
excelencia. Sin embargo, la argumentación puede inscribirse en una labor
de persuasión verdaderamente antidemocrática sobre la opinión cuando
determinadas tendencias (a veces incluso una sola tendencia) alcanzan el
monopolio sobre los medios, como quedó de manifiesto durante el
referéndum sobre tratado constitucional europeo en Francia
[2]
[3].
Quedó entonces patente que Francia había dejado de ser el escenario de
un debate democrático, si es que alguna vez lo había sido. Los
defensores de cada tendencia, justo porque tienen el monopolio de la
argumentación, pueden pretender, aunque sólo representan a una
opinión minoritaria, que deben hacer y que hacen una labor «pedagógica»,
de «explicación» a unos ciudadanos que suponen mal informados y cuya
única palabra sigue siendo el voto. Recordaré al insolente Bernard
Guetta (L’Express y France Inter) que se indignaba ante la idea
de que hacía «propaganda» para defender que él lo único que hacía era
argumentar. «Explicaba» el tratado a esos pánfilos gruñones que querían
el no. Esta práctica, repito que verdaderamente antidemocrática,
halla en la Francia actual, en donde el distanciamiento de lo político
recubre un distanciamiento sociológico, un terreno especialmente
propicio, ya que la argumentación se identifica con la racionalidad
de la France d’en haut que debe soportar los humores
de la France d’en bas (he desarrollado este punto de vista en
Les Illusions Libérales, individualisme et pouvoir
social). Remito a quien le interese a
las excelentes emisiones de Las-bàs si j’y suis (sobre todo a los
de los miércoles y jueves 18 y 19 de mayo de ese año, sutilmente
tituladas «OUI,OUI,OUI,OUI,OUI... non»).
Remitiré también a los artículos de Serge Halimi en
Le Monde Diplomatique (sobre todo:
Médias en tenue de campagne européenne ;
Los medios hacen campaña en su edición española,
mayo de 2005). Lo que resulta completamente asombroso es que pese a los
análisis públicos realizados sobre este monopolio de la argumentación a
favor del «sí» durante la campaña, los medios implicados hayan
continuado con su parcialidad con toda tranquilidad. ¡Cuestión de
pedagogía!
La desinformación no es la argumentación. Me limitaré aquí
a la desinformación sin mentira, ya que, como todo el mundo sabe,
los periodistas y tertulianos siguen una deontología. Esta
desinformación consiste en presentar a los ciudadanos sólo las
informaciones que apoyan un punto de vista y en no presentar las
informaciones que apoyan otros puntos de vista. Me gusta bastante el
ejemplo dado por Chomsky y Herman: en la misma época en la que se
asesinó en Polonia al padre Popieluzsko, algo de
lo que se informó diariamente a todos los franceses, ¿cuántos
periodistas hablaron del asesinato en América Latina de un centenar de
religiosos por las milicias pro estadounidenses? Incluso es probable que
el propio lector recuerde numerosos ejemplos de desinformación.
Recuérdese la forma en la que se presentaron las reacciones de los
usuarios durante las huelgas de finales de 1995. Recuérdese también la
forma en la que se habló (ya no se habla mucho) del proceso de Milosevic
en La Haya. Los periodistas enseguida se concentraba en los crímenes
incriminados al presidente serbio en el acta de acusación e igual de
rápido nos arroban el relato de la defensa, sin embargo bien preparada,
del inculpado, ya pre-condenado. No creo que resulte demasiado útil
detenerse ante estas desinformaciones: todos los que manifiestan una
opinión diferente del pensamiento dominante (no digo mayoritario) son
sensibles a ellas y las denuncian bastante a menudo, igual que denuncian
el monopolio de la argumentación, sin ser escuchados o retomados.
Remitiré aquí a los análisis de Halimi y Vidal en su excelente
L’opinion, ça se travaille, de Éditions Agone. Resulta evidente que
estas desinformaciones crean el pseudo-entorno cognitivo indispensable a
la rectitud de las opiniones.
¿Cómo se trabaja
la opinión? Las influencias inconscientes y la ausencia de debate
Llegados a esta
parte, me centraré sobre todo en lo más específico de mi enfoque
personal, que es el de un psicólogo social. Y lo haré encantado, ya que
sé que los fenómenos que evocaré suelen cautivar al público pese a su
escaso eco en los medios de comunicación, que deben presentar (de nuevo
a causa del pensamiento único) una imagen del hombre que integra
bastante mal unos fenómenos semejantes. Mi argumento será el siguiente:
la fábrica de la opinión puede realizarse mediante procesos de
influencia inconscientes. Para aceptar esta proposición, hay que
aceptar dos ideas muy cercanas una de otra. La primera es que podemos
vernos afectados por (o ser sensibles a) eventos del entorno a los que
no prestamos atención o que no percibimos, pero que aun así son
examinados por nuestra máquina cognitiva. En cierta forma son eventos
que actúan con disimulo. Sobre esta idea reposa la llamada influencia
subliminal. Me replicarán que el uso de técnicas subliminales está
prohibido por la ley. A lo que responderé en primer lugar que tan sólo
está prohibido en la publicidad. Y responderé sobre todo que la ley se
ciñe al estricto subliminal (presentación demasiado rápida como para ser
percibida) pese a que los elementos duraderos del entorno pero que
sencillamente no nos llaman la atención (y de los que ni siquiera nos
acordamos) pueden tener el mismo efecto. Pienso, por ejemplo, al logo de
una marca sobre una camiseta deportiva. La segunda idea es que existen
procesos de conocimiento que no pasan por la deliberación
personal, de los que no tenemos consciencia y que, por así decir, no
controlamos. Para explicarme querría dar un ejemplo bastante simple.
Imaginen que les pido que lean con atención una lista de palabras entre
las que se encuentra la palabra «aventurado». Imaginen también que los
conceptos que emplean para comprender el mundo se organizan en «pilas»,
los unos sobre los otros, en cierta forma. La palabra aventurado, como
acaban de leerla y de comprenderla (diremos: de analizarla), pasa
a la parte superior de la pila en la que se encuentra, pero
evidentemente ustedes no se dan cuenta de nada. Luego nos separamos y
ustedes se encuentran con un conocido, Serge, a quien no habían visto
desde hace años. Dice que está pensando en volver al alpinismo, que dejó
hace 15 años, y en hacer en solitario y en invierno, para recuperar la
forma, la cara norte del Eiger. Podrían decirse: está loco, es un
inconsciente... Pero tienen más posibilidades de pensar que Serge es una
persona aventurada. ¿Por qué? Porque normalmente, para hallar un
concepto que permita comprender el mundo, empezamos por la parte
superior de las pilas de conceptos que tenemos en nuestra mente. Y
aventurado acaba de pasar a la parte superior de la pila. Así que puede
que piensen que Serge es un tipo formidable, lo que no sucedería si le
hubieran tomado por un «loco» o «inconsciente», Puedo afirmar esto
porque con otras personas la lista leída no contenía la palabra
aventurado sino la palabra inconsciente. Y porque luego puedo comparar
el efecto de las dos listas sobre la percepción de Serge. Esto es lo que
llamamos experimentar. He aquí un proceso, el llamado proceso de
cebo, que ha sido objeto de cientos de investigaciones y publicaciones.
Las personas informadas, que han leído esas publicaciones, no contestan
su veracidad. Es un proceso bastante sencillo (¡reconozco que mi forma
de presentarlo es algo tosca!) que se ha desarrollado «en vuestra
cabeza» sin que hayáis sido conscientes de él y sin que pudierais
controlarlo. La presentación de una palabra, de un concepto, provoca que
el uso de ese concepto se vuelva más probable a partir de ese momento.
Existen varios fenómenos que, como el del cebo, son inconscientes, poco
controlables y que escapan a la deliberación consciente. Son ideales
para el modelado de la opinión pública a largo plazo. Tomemos el caso
que los psicólogos llaman de condicionamiento evaluativo.
Cincuenta años, al menos, de investigaciones. En las primeras, durante
los años 50, estudiantes ligados a la investigación veían en una
pantalla una especie de tarjetas de visita que llevaban un nombre,
pongamos Tom o Jim. El fondo de la tarjeta de visita estaba elaborado
con palabras entrelazadas en las que los estudiantes no se fijaban: no
las recordaban cuando se les preguntaba sobre ello. De hecho, tan sólo
tenían que leer el nombre y recordar ese nombre. En un caso, digamos con
Tom, las palabras entrelazadas eran poco agradables (accidente, cadáver,
guerra...); en el otro caso, con Jim, eran palabras que evocaban cosas
especialmente alegres (fiesta, regalo, amor...). Cuando dejaban la sala,
los estudiantes se encontraban con un desconocido. Cuando este
desconocido decía llamarse Tom le encontraban más bien antipático y
cuando decía llamarse Jim, más bien simpático. He ahí un buen
condicionamiento evaluativo: en el contexto de presentación de una
palabra, o de un objeto, o de un concepto... hay algo sistemáticamente
positivo o sistemáticamente negativo. La palabra, o el objeto, o el
concepto... recogen, en cierta forma, algo de ese valor, por simple
asociación inconsciente. Desde esas primeras experimentaciones, esos
efectos se han reproducido con regularidad. Evidentemente, son aceptados
por los científicos, aunque ningún periodista científico vaya a ponerse
a hablar de ellos mañana. Podría tomar otros ejemplos de procesos
inconscientes, pero aquí me limitaré a este condicionamiento. Imaginen
ustedes los efectos que pueden tener ciertos condicionamientos
evaluativos sobre la opinión. Señalaré varias estructuras de
condicionamiento evaluativo que tan sólo se pueden detectar cuando se
dispone del concepto. Piensen, por ejemplo, en un concepto (o en un
personaje) X (un concepto que debemos promover; Europa, economía de
mercado, iniciativa individual...) que los periodistas evocan durante
años y que, siempre que pueden, lo hacen con una gran sonrisa y con
alegría («lo que demuestra», tono alegre, «que ¡necesitamos más
Europa!»). Un concepto (o un personaje) X que pronuncian dando dinamismo
a la entonación. Piensen, por contra, en un concepto (o personaje) Y
(concepto que hay que desacreditar: funcionarios, corporativismo,
reivindicaciones) que los periodistas evocan durante años y, siempre que
pueden, haciendo una mueca de claro desagrado y con un tono bastante
triste. Piensen a ciertas asociaciones verbales que implican un concepto
peyorativo y un concepto que conviene desacreditar en la opinión (o un
concepto positivo y un concepto que debe promoverse), asociaciones que
pueden mantenerse durante años sobre las antenas y en las pantallas (por
ejemplo, funcionarios y ventajas)... Piensen en las opiniones que
expresan los héroes simpáticos (o con éxito en la sociedad y/o en el
amor) en las películas y las series televisivas (opiniones liberales,
individualistas) y en las opiniones que expresan los héroes antipáticos
o que fracasan en la sociedad o en el amor... El telespectador se ve
confrontado una y otra vez a una asociación entre ciertas creencias y
una activación de la simpatía o entre otras creencias y una activación
de la antipatía. Evidentemente, no hablo de las películas de autor que
puedan pasar de madrugada. Estoy hablando de las series y de las
películas confeccionadas precisamente para las masas. El mismo lector
encontrará ejemplos que manifiestan esta forma suave de propaganda que
activa procesos de influencia inconsciente. Junto a mi amigo Claude
Rainaudi, la hemos llamado
propaganda oscura
[4].
No pretendo que estos procesos vayan a «crear» las opiniones de las que
hablamos. Pese a todo, nuestras democracias conservan algo de debate.
Estos procesos de influencia inconsciente no pueden «fabricar» más que
un núcleo central de la opinión pública. Y para ser eficaces necesitan
disponer de tiempo. Pero recuerden que los Estados Unidos han tardado
más de cincuenta años en extender por el mundo los núcleos centrales del
american way of life. Tanto ustedes como yo sabemos que las
películas, las series y los anuncios han participado más en ello que los
discursos y diatribas inflamadas de Monsieur Madelin
[5],
y que lo han hecho sin argumentación. Digo «sin argumentación» porque la
propaganda oscura es tanto más eficaz cuanto no se argumentan los
núcleos que promueve en la opinión pública. Incluso se puede pensar que
perdería eficacia si se argumentaran (y por tanto, contrargumentaran)
esos núcleos centrales. Y resulta increíble la cantidad de núcleos de
base de la opinión de un telespectador que éste jamás ha oído argumentar
o contrargumentar. Tomemos el caso de mis estudiantes de Niza. Reconocen
(más del 85% en un estudio que yo mismo realicé a finales de los años
90) que NUNCA han presenciado un debate contradictorio sobre los
siguientes conceptos, que por otra parte todos juzgan bastante gratos:
derechos del hombre, democracia, sufragio universal, elecciones libres,
libertad de prensa (imaginen la alegría en el tono y la cara de Stéphane
Paoli o Sophie Davant
[6]
al pronunciar tales palabras). El 68% respondieron que nunca habían
presenciado (o que no lo recordaban) un debate contradictorio sobre la
economía de mercado, concepto que también era, para la gran mayoría de
ellos, más bien grato. Cuando se les hace hablar sobre esos conceptos
(por escrito) y se analizan sus textos, la frase que mejor explica lo
que pueden decir del tema es: «como entre nosotros» (o «como en
Francia», «como en NUESTRAS democracias»...). Para «derechos humanos»,
por ejemplo, las proposiciones, ideas o conceptos más frecuentes son
«los respetamos», «China/Cuba/Irak... no los respetan» (¡la cara y el
tono de Stéphane Paoli o Sophie Davant al hablar de Cuba!),
«declaración» (piensan sobre todo en la de 1789; recuerdos de la
escuela), libertad de pensamiento, libertad de expresión... y, con menos
frecuencia, «derecho al trabajo», «derecho a la vivienda» (que 7 de cada
10 estudiantes luego interrogados creían que está en «la»
declaración)... La impresión que desprenden las entrevistas orales es
que creen que en algún lugar existiera una lista bien definida y no
problemática de derechos, formando una jerarquía de evidencia, y que
«nuestras» democracias tienden a respetar esos derechos. Por muy
simpáticos que sean estos estudiantes, resultan bastante curiosos como
ciudadanos. Aunque más bien debería decir que resultan ser unos
«verdaderos» telespectadores. Los conceptos que emplean por encima de
todo han adquirido un valor o un desvalor (remitían a cosas guays o
chungas) y, cuando se les preguntaba sobre ellas, el contenido que les
daban se adapta sencillamente a ese valor o desvalor. Ese contenido no
es polémico. No puede serlo: no se dispone de argumentos a favor o de
argumentos en contra con una eventual ventaja por los primeros o los
segundos. Hay, sencillamente, conceptos simpáticos y conceptos
antipáticos y ese valor o desvalor dirige hacia un contenido que no
puede ser problemático, posiblemente polémico. Ése es el resultado
típico de procesos de influencia inconsciente como el condicionamiento
evaluativo. Exactamente como la simpatía o antipatía por Tom o Jim. Sólo
el condicionamiento hace que Tom parezca simpático. Ahora bien, si os
pregunto por qué os parece simpático, seguro que encontraréis algo que
decir.
Espero haber
conseguido explicarme: no estoy, ah, no, en contra de los derechos
humanos. Pero no me gusta nada el estatus que han adquirido, gracias a
la propaganda oscura, en el pensamiento social común. No tengo nada
contra los principios democráticos, muy al contrario. Pero preferiría
que su aplicación empírica hubiera conllevado debates, debates activos
en la memoria de los ciudadanos cuando se les pide hablar, por ejemplo,
de «elecciones libres», de «libertad de prensa», de «economía de
mercado»...
Y el pluralismo,
¡por favor!
Poco antes del
referéndum sobre el proyecto constitucional en Francia, oí al excelente
Serge Halimi decir que al final las propagandas siempre fracasan. Quizás
tenga razón cuando las propagandas actúan sobre opiniones que todavía
pueden discutirse en el debate público que subsiste. Cuando quedan
algunos argumentos y contrargumentos disponibles en la mente de cada
cual. La escasa implantación de los argumentos del «sí» en la Francia
d’en bas durante la campaña del referéndum del 29 de mayo, pese al
insolente monopolio de la argumentación por el «sí» e incluso pese a
varias desinformaciones, le da razón
[7].
Pero sin embargo, podemos temer que la propaganda oscura, a largo plazo,
sea siempre eficaz ―salvo cuando se topa con la argumentación y
contrargumentación―. Así pues, aunque ciertas proposiciones del
liberalismo económico y, sobre todo, del neoliberalismo económico siguen
siendo discutibles, como afortunadamente hemos podido ver, la propaganda
oscura ha instalado en nuestras mentes, sobre todo en las de los jóvenes
que tienen a la tele por su principal educador, casi todos los
correlatos culturales, psicológicos y psicológicos del liberalismo
[8].
En consecuencia,
deberíamos hostigar las verdades que se asumen como tales sin debatirse
nunca. Aunque para que así fuera tendríamos que poder encontrar en los
medios de comunicación periodistas, tertulianos y directores que dudasen
de esas verdades. La influencia oscura no presupone ninguna
deshonestidad flagrante por parte de los periodistas, tertulianos y
directores. Tan sólo presupone una cosa: que ellos mismos están dotados
de opiniones o valores que van a diseminarse entre la gente. Así, no
hacen más que transmitir sus convicciones sin necesidad de
argumentarlas. El liberalismo de la prensa y de los medios cumple a la
perfección con esta condición. La mayoría de los directores, grandes
periodistas y tertulianos creen en lo que así transmiten. El problema
para la democracia es que tienen todos el mismo corte y que se nutren de
las mismas fuentes financieras e ideológicas. Debemos pues soñar con una
prensa libre y pluralista, luego necesariamente no liberal, que pudiera
realizar procesos de influencia diversos e incluso contradictorios.
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